Por toda la casa

Había un ruido raro en la casa, se escuchaba como si algo crujiera de forma casi imperceptible y seca. No empecé a notarlo hasta después de vivir allí por un año, en aquella residencia de cinco habitaciones distribuidas en tres pisos, la cual databa de los años mil ochocientos y que a pesar de ello no tenía sótano ni ático.

La casa se encontraba ubicada en el centro de la ciudad, poseía una fachada de ladrillo visto que en su mayoría había sido invadido por enredaderas, las ventanas eran amplias, tenía una peculiar puerta de color azul rey con detalles dorados y un pequeño jardín repleto de rosales rojos. Por dentro la casa estaba recubierta de tapices lisos de color hueso y azul marino, al igual que las cortinas, azulejos y la tapicería de todos los muebles a juego estilo Art Nouveau, perfectamente cuidados. El comedor y la cocina se encontraban en el primer piso, separados por un pasillo en el que al final había un baño muy elegante con un enorme espejo redondo cubriendo media pared. Al subir las escaleras se hallaban otro baño y las dos habitaciones principales, de las cuales una se convirtió en mi estudio. En el último piso estaban las tres habitaciones sobrantes que rápidamente se tornaron en una biblioteca, un almacén y un guardarropa. La casa era inmensa, era toda mía, toda quietud y silencio... pero entonces el ruido llegó.

Aquel mediodía me encontraba tomando un té sentada en el largo comedor de ocho puestos que, como todo el mobiliario, venía incluido al comprar el lugar. En ese momento yo sostenía mi taza entre las manos mientras me concentraba con los ojos cerrados en el tictac del reloj colgado solitariamente sobre la pared a mi espalda cuando, repentinamente, escuché el ruido bajo mis pies por un instante, pero decidí que iba a ignorarlo. Esto funcionó durante algunos días o quizás algunas semanas, pero luego comenzó a volverse insoportable, simplemente porque sobrepasaba cualquier otro sonido: la música, el agua corriendo, el poco alboroto del exterior y las hojas de los árboles agitándose por el viento. 

Entonces comencé a pensar que provenía de las tuberías, pues hacía mucho tiempo que no recibían mantenimiento, así que llamé a un fontanero, pero me dijo que el sistema de tuberías se encontraba, sorprendentemente, funcionando sin problemas. Luego pensé en las tablas del suelo, por lo cual hablé con un albañil, quien me dijo que no tenía por qué preocuparme, “estas tablas todavía durarán muchos años más”, dijo. Después asumí que el refrigerador tendría algo, y no, el eléctrico se sorprendió de mi llamada, es más, ni siquiera me cobró y me aseguró que no había nada para arreglar. Se me ocurrieron varias posibilidades, pero cada reparador al que llamaba terminaba diciéndome lo mismo: todo estaba en perfectas condiciones. Aquellos fueron días largos en los cuales me recluí en la casa, analizando cada espacio, cada rincón, imaginando sus entrañas laberínticas y sus circuitos, llamando para que revisaran lo que pensaba podría ser la fuente del sonido y desgraciadamente siempre era la misma respuesta: todo funcionaba sin percances. 

Voy a confesar que consideré estar enloqueciendo, me parecía irracional empezar a creer que el sonido se movía conmigo: si me encontraba sentada en la sala, se situaba debajo del sofá; si estaba en la cocina, parecía salir del sifón del lavaplatos; si subía las escaleras, se deslizaba por el barandal e iba moviéndose debajo de mis pasos por el pasillo hasta el estudio, para posarse finalmente entre los libros, escondiéndose al igual que un ratón. 

Las noches eran la peor parte: el ruido crepitaba entre el relleno del colchón y las almohadas, despacio, escarbando en mi cerebro. No podía dormir, evidentemente, y no sólo porque el sonido me lo impedía, la mañana también me alcanzaba dando vueltas interminables en la cama, tratando de imaginar de dónde provenía el condenado crujido, buscando alguna solución para hacerlo desaparecer. Comencé a tomar pastillas para dormir, pero en mis sueños aquel sonido constante también me alcanzaba y parecía volverse más intenso, pues me soñaba estando de pie, mirando indiferente hacia el frente y, entonces, me daba cuenta de que yo era el ruido, me desplazaba por las distintas habitaciones de la casa, flotando. Los sueños, o mi yo de los sueños, era algo más sensorial que optico, podía sentir el crujido en todas partes y la imagen de mí no era mía, sino algo parecida a ella, mi cuerpo era una silueta hecha de vibraciones que sólo distorsionaban como ondas el espacio visual en el que yo me moviera.

Aquellas visiones no me parecían del todo aterradoras, más bien era el hecho de despertar con un sabor ácido en la boca, como si alguna clase de veneno brotara de mi interior, el que me inquietaba.  Sin embargo, no consideré necesario ir al doctor y me asustaba la idea de ser tachada de loca. En realidad sentía que algo estaba por venir y quizá lo mejor era simplemente esperar al desenlace.

Así pasaron algunos meses lastimeramente, sin encontrar ninguna solución. Me percaté de que a cada hora, cada minuto y segundo que pasaba, mi aspecto decaía por la ansiedad y la falta de sueño, efecto de escuchar el molesto ruido a todas horas, retumbando en mis huesos y escurriéndose en mi piel. Cada vez que me miraba en el espejo —acto que cometía cada vez con más frecuencia de lo normal— podía ver cómo iba envejeciendo precipitadamente: tenía los ojos entornados por grandes ojeras negras, debajo de ellos colgaban unas bolsas que me aumentaban por lo menos quince años de edad y podía ver cómo mi piel empezaba a agrietarse en la zona de mi frente y de los alrededores de mi boca; las arrugas iban enterrando mi rostro bajo una careta que empezaba a desconocer, mi cabello se había puesto descolorido y había perdido su oscuro brillo natural, en cambio parecía ser una madeja grisácea y sin chiste.

Una tarde cualquiera decidí, como ya se había vuelto mi adicción, darme una vuelta por el baño del piso de abajo para contemplar mi aspecto frente al gran espejo redondo, me situé frente a él y a medida que más me observaba más podía notar detalles que no estaban ahí hacía una hora. Sentía que me deshacía, que en cualquier momento me vería hecha un puñado de cenizas, el cual solo vería pasar como una polvareda frente a aquel espejo. 

Pensaba en eso aterrada, escuchando el ruido susurrar debajo del lavabo y con los ojos fijos en la imagen frente a mí cuando percibí que el extraño reflejo sonreía ligeramente a la par que el ruido aumentaba por momentos, como un latido. Creí que eran mis nervios los que me hacían ver ese extraño efecto, pues la falta de sueño, el estrés y el miedo en algún momento empezaría a afectarme, pero entre más miraba más me convencía de  poder notar un  movimiento en aquellos labios que, ciertamente, no eran una reflexión de los de míos. 

El crujido, que ahora se había convertido completamente en un consistente latido rugoso, aumentaba de volumen cada vez más y más. Ya no estaba debajo del lavabo, sino por todo el cuarto de baño: entre los azulejos, en las repisas, escondido por entre las cerdas de mi cepillo dental y bajo el tapete. Al mismo tiempo, la figura en el espejo me sonreía ya ampliamente, en una mueca alarmante que estiraba sus músculos faciales de manera aparentemente involuntaria y angustiosa. Me llevé una mano a la cara para descubrir con horror que en mi boca no se encontraba aquella sonrisa envejecida y excesivamente turbia, sino que mis labios formaban una línea recta, totalmente inexpresiva. Aterrorizada, abrí más los ojos y grité con todas mis fuerzas, pero me di cuenta de que de mi garganta solamente emanaba aquel sonido estridente que ahora no estaba sólo dentro de mí, sino por toda la casa. 

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