Flores Tempus - Cuento (y una pequeña anécdota)
Cada año mi universidad es sede de un concurso de cuento y poesía, en el cual tenía que participar obligatoriamente con un cuento este cuatrimestre. Tengo que admitir que esto nunca ha sido lo mío, sobretodo porque, a pesar de haber leído los cuentos de Cortázar, Borges, Quiroga y entre otros, seguía teniendo el concepto de que un cuento debe de ser infantil (esos complejos que tengo, discúlpenme), así que no sabía muy bien cómo desarrollar una historia, además de que el cuento tenía como parámetro un mínimo de tres páginas y un máximo de cinco y eso me causaba mayor ansiedad. Con todo y complejos me dediqué durante semanas a intentar redactar algo que fuera digno de un concurso. No fue para nada fácil, como al principio creí: comencé a escribir tres o cuatro cuentos distintos y todos se estancaron a la mitad o antes y ya estaba dando todo por perdido. Pero un día, sin querer, andaba por el centro en bicicleta -era uno de esos momentos poéticos que se tienen sin querer- y al llegar a casa me senté frente al teclado y comencé a escribir y escribir y a escribir, sin detenerme ni siquiera para corregir la ortografía, hasta terminar el primer borrador de Flores Tempus (que en un principio llevaba por nombre La Deuda) y así, en los días siguientes, hubo por lo menos cuatro versiones, hasta que obtuve (el viernes 27 de octubre, antes de que se cerrara la convocatoria al día siguiente) mi resultado final, el cual envié junto con un poema titulado La Deriva. Está de sobra decir que desde ese viernes hasta el miércoles 20 de noviembre viví una montaña rusa que iba desde la ansiedad hasta la decepción propia, acompañada con una serie de sucesos que me iban arrebatando el sueño, el hambre, la confianza en mí misma y en mi manera de escribir. El día del concurso la mayoría de mis amigas y amigos ya tenían depositada su fe en que yo ganaría el primer lugar, pero yo estaba más que segura de que no iba a ser así. Bueno, el evento llegó y recuerdo muy bien que a la hora de anunciar el primer lugar en la categoría de cuento todas mis amigas y amigos que estaban sentados junto conmigo (después me enteré que también las y los de las otras mesas), estaban tomándome de las manos y diciéndome que yo iba a ganar. Estaba justamente diciendo "no obviamente no voy a..." cuando la ganadora del concurso anterior, Tania, dijo mi nombre. Recuerdo mucho los gritos de todo mi salón, de mis amigas y amigos de otros grados, y de mi hermana y mi mamá... fue algo muy extraño y es uno de los días más felices que he tenido, porque mis amigas y amigos me hicieron sentir muy bien, además de que me comprueba que si puedo lograr lo que me propongo y que debería de confiar más en mi. Es algo que me gusta relatar (por la misma razón me he tomado el atrevimiento de redactarlo aquí) y sé que no es el cuento perfecto, quizá hasta tiene algunos errores, pero es algo que no creí que pudiera haber logrado y también es la experiencia que me abrió el camino para interesarme en escribir cuentos. Pero bueno, ya. Sin más preámbulos, aquí tienen el relato:
Flores Tempus
Un ligero tronar en el cuello, los ojos pegados y media cobija en el
suelo. Este es el despertar de Eliécer. Se levanta y sigue su rutina diaria:
estirarse, asearse y sonreír con mirada inexpresiva en el espejo. Una vez
terminado su ritual matutino se sienta en el pequeño comedor que tiene junto a
la sala, aún en las mañanas más claras e invernales la luz es amarillenta, como
si el ala de una polilla fuera su lente de color. Así es la vida de Eliécer:
amarillenta, polvorienta, seca. Vive en un cuchitril que no está mal ubicado,
pero es apenas sostenible.
Eliécer, ah, Eliécer… Casi como cualquier persona: de estatura promedio,
cuerpo delgado —quizá hasta flaco—, ojos marrones y cabello castaño. Podríamos
decir que su mirada ojerosa y su desaliñada barba es lo que resalta de él, pero
él, Eliécer Flores, simplemente no resalta. Solo va por la vida siendo
desequilibrado, tomando siempre el tren equivocado, tropezando y cometiendo
errores por todas partes. Eliécer es casi como cualquier
persona, pero sencillamente no es como cualquier persona. Por redundante que
suene… Es la verdad, es la verdad y él lo sabe porque cada mañana es lo mismo,
al igual que cada anochecer, cuando ve cómo su vida se va pudriendo. Eliécer
tiene una deuda enorme. Pero, a pesar de que una deuda siempre indica deber
algo, él aún no termina de comprender cómo funciona la suya.
Sucedió hace tan solo unos meses, cuando su vida no era “amarillenta,
polvorienta y seca”. En ese entonces hasta él mismo se hubiera descrito como
floreciente, soleado y fresco, tal como cualquier persona describiría un
tulipán en plena primavera. Ah, la primavera… A Eliécer siempre le pareció que
todo estaba ligeramente conectado entre sí, pero nunca lo había comprobado
hasta esa primavera que acababa de pasar.
Todo comenzó, según sabe él, cuando sin querer rompió uno de los
floreros antiquísimos de su abuela, Dominga. La mujer siempre había dicho que
los floreros estaban embrujados, encantados, poseídos, o cualquier otro término
que brotara de su plateada cabeza. Hay que admitir que Eliécer siempre se burló
de ello, porque la abuela tenía un ritual para ‘amainar’ la maldición de los
floreros, que eran de porcelana blanca con dibujos de paisajes en azul. Y eran
tres, colocados curiosamente junto a las tres puertas que daban salida de la
granja en la que vivía Doña Dominga. Este ritual consistía en ponerles una
cucharada de cenizas de incienso de Palo santo todas las mañanas y todas las
noches, y después colocar en ellos un ramo de romero, lavanda y violetas, el
cual se cambiaba cada tres días antes de que oscureciera, o de lo contrario
algo sucedería. Eliécer siempre le preguntó a su abuela como sabía todo esto y
por qué dedicaba tanto tiempo a cosas que no sabía si iban a pasar, a lo que
Dominga contestaba “Lo sé porque a mí me lo enseñó el tiempo, quien se me
apareció un día en la puerta vendiéndome estos condenados trastos, a mí ya me
lo auguraban los pájaros con su griterío, pero tu abuela siempre ha sido terca
y me dejé llevar por la belleza de los floreros”, esto parecía de por sí
extravagante, pero la historia no terminaba allí, después de una enorme pausa
de silencio en la que la mujer le daba grandes caladas a su pipa, proseguía con
la historia. “Lo que pasó fue que yo no podía costearme esos floreros, tu
abuelo ya había muerto, y lo que ganaba vendiendo flores todas las mañanas en
el mercado del pueblo apenas me daba para vivir. Pero me los compré. Busqué el
dinero hasta debajo de los azulejos del patio con tal de comprarlos y lo logré
al darle el reloj de mi madre como paga al vendedor, a quien a medida que
pasaba el tiempo veía cada vez más viejo, me dijo que le estaba entregando algo
valioso, me advirtió que con el tiempo no se jugaba, pero yo ya estaba tan
contenta… Que le cerré la puerta en la cara y acomode mis floreros en mitad de
las habitaciones. Ahí fue cuando me di cuenta de que algo no andaba bien,
porque cada vez que amanecía los floreros estaban al lado de las puertas, tal
como los ves.” Aquí la anciana daba por terminada su historia y entonces
Eliécer tenía que recordarle que le faltaba responder una pregunta: ¿cómo sabía
que las cosas malas en realidad sucederían si nunca había roto uno de los
floreros? Ella le respondía que había uno de los floreros que se había
astillado cuando alguna vez, tratando de acomodarlo, le dio un pequeño golpe
contra la pared. El pedacillo de porcelana no había ni tocado el suelo… Cuando
un balazo se escuchó a lo lejos, le habían matado al último borrego que le
quedaba en ese entonces. Eso había sido prueba suficiente. ¿Y cómo supiste que
ese ritual era el indicado? preguntaba entonces Eliécer tratando de despistar a
su abuela. “Ah, sencillo: busqué al Tiempo hasta que lo encontré. Lo perseguí
por todos lados y no daba con él. Hasta que un día me encontré a un chiquillo
brincando en el charco de la entrada y le pregunté quién era y qué quería. ‘Me
dijeron que me andabas buscando, Dominga, pues aquí me tienes’, ya para
entonces la casa se me estaba cayendo a pedazos de tanta desgracia, parecía que
los años pasaran furiosos por ella en un solo día. Fue entonces cuando me dijo
que le había gustado el olor a flores tan bonito que había en mi casa, que le
aliviaba los dolores de transformarse. Me dijo que detendría todo el mal si yo
le brindaba a diario un aroma como ese y que para que le llegara a donde
estuviera tendría que poner los floreros al lado de las puertas. Y eso fue lo
que hice.” A Eliécer siempre le gustó escuchar esa historia, cada último fin de
semana al mes que iba a visitar a Dominga siempre le preguntaba las mismas
cosas y la historia nunca cambiaba.
Pero nada pasaba de un simple cuento de fantasía para Eliécer. Hasta que
dos años atrás su abuela, Dominga Flores, había fallecido mientras dormía. Ah,
cómo lloró Eliécer a su abuela y a sus aromáticas manos de lavanda, romero y
Palo santo. Eliécer era, al parecer, lo único que ella tenía entonces, y él
había heredado la casa, con floreros y todo. Pero no se había atrevido a pisar
el lugar en un año por mera tristeza, cada que pensaba en ir a la casa de su abuela
le entraba el sentimiento y los ojos se le humedecían.
Un día, el día que quisiera no haber vivido, Eliécer por fin tomó el
viaje en autobús desde la ciudad hasta el pueblo y allí caminó hasta la granja
de Dominga. Todo se había detenido en aquel lugar, el aire estaba estático, no
sé escuchaba ni un bicho o pájaro cantar y el viento parecía no pasar por allí.
Eliécer, extrañado, entró a la casa y todo estaba quietismo: las flores en los
floreros seguían frescas y no había ni una partícula de polvo sobre los muebles
de roble. Y si no hubiera sido por su torpeza… Al retroceder, para salir
corriendo de aquel lugar, había empujado una de las columnas que sostenían los
floreros.
En cuanto la porcelana tocó el suelo las flores se pudrieron y el punto
donde impactaron también, abriendo un pozo en el suelo de madera. “La
abandonaste”, un hombre flaquísimo de andrajos estaba de repente sentado en el
suelo, a la mitad del salón. Eliécer entendió enseguida de quién se trataba,
pero simplemente se limitó a mirarlo, asombrado. “Abandonaste esta casa por más
de un año, me dejaste sufrir y cuando te dignas a aparecer… Romper mi florero.”
Dijo El Tiempo entre dientes. Eliécer no sabía qué contestar, sentía que todo
el peso de su cuerpo se le iba a los pies. El Tiempo, a quién Eliécer veía
envejecer a cada segundo que pasaba, tenía el rostro contraído en un gesto de
dolor. “Yo…” Comenzó a decir, pero no encontraba cómo seguir. “Te haré un
regalo” anunció El Tiempo sonriendo tristemente “quisiera no tener que hacerlo,
después de todo… Eres el nieto de Dominga y yo siempre la quise mucho.” Eliécer
comenzó a temblar, pero no podía renegar de lo que El Tiempo estaba a punto de
hacerle y, además, la culpa era un sedante poderoso.
“Me tendrás que escribir, cada mañana, en esta tabla, un poema” y en ese
momento en las manos del viejo se materializó la tabla, que parecía de cristal
negro y brillante “un poema que hable de mí y lo harás, mejor, mañana y tarde,
antes de salir y al llegar a casa.” El hombre empezó a caminar lentamente hacia
Eliécer. “No” suplicó “por favor” Eliécer se hincó ante El Tiempo, que ya
estaba mirándolo desde arriba y le extendía la tabla. “Adiós” le dijo el hombre
y le puso la mano en la cabeza, volvió a sonreír y se desvaneció. Entonces
Eliécer se tiró al suelo y lloró como un chiquillo asustado, abrazándose a la
tabla negra.
Al llegar a la casa en la que vivía en aquel entonces, solo encontró
desgracia. No había duda de que el tiempo estaba siendo mucho más cruel con él
de lo que lo fue con Dominga. Eliécer corrió hacia su hogar, que se agrietaba y
caía a pedazos, empezando a salvar lo que alcanzaba, mientras la tierra y las
piedras le caían encima. Un jarrón, una foto, una camisa… Solo se estaba
llevando lo que podía.
Esquivando una columna, justo antes de que le aplastara, logró salir de
lo que quedaba de su casa y, en mitad de la calle, vio cómo todo se reducía a
polvo. Cuando la tierra se asentó Eliécer caminó hacia los escombros y tomó
asiento sobre una gran piedra, dejando caer los pocos objetos que había salvado
y se puso a llorar su gran pérdida. Mientras sollozaba se dio cuenta de algo:
plantas, hierbajos, hongos y maleza crecían a una velocidad desenfrenada en el
lugar. Atónito, tomando la tabla entre sus manos, Eliécer comenzó a escribir
con una piedra afilada un poema, viendo como las letras se quedaban plasmadas
en un brillante color dorado. Estaba oscureciendo y todo pasaba rápidamente
mientras el solo escribía, entre el llanto, sus primeros versos:
«Quisiera que El Tiempo
pasara sobre mí como
a una piedra le pasa el viento
Y ver crecer en mi cuerpo
las plantas y hierbajos tercos
He de vivir de la tierra y del sol
he de vivir del agua y del calor
Pido al Tiempo que me hunda
que sobreviva yo a esta noche inmunda
Ah, Dominga, regresa y vuélveme de piedra
cúbreme los ojos con tu adorable hiedra
Trae tus manos aromáticas y puras
que El Tiempo me lleve y encauce con dulzura.”
El mejor cuento que he leído en esos Concursos.
ResponderBorrarMuy lindo
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